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Marta González Crivillers. Swimmer. Vic.

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7 de des. 2013
¡Buenas noches a todos!

Para los que, hace unos meses, no podíais entender CAOS, ahora no tenéis excusa así que leédlo. Yo me despido por hoy... (Si hay problemas de corrección y pequeños errores... se me deben de haber pasado. Ya los iré corrigiendo, lo prometo)


Caos.
P
or todas partes la gente corre y huye de la sombra que las bombas y los disparos crean a su alrededor. Niños, y niños que no son tan niños, se deshacen entre lágrimas porque no entienden lo que está pasando. Un grupo de personas asustadas busca refugio para no ser cazado por el lobo hambriento de la guerra. Entre las calles estrechas de la ciudad vislumbran un refugio y se lanzan hacia él. La nueva cometida de disparos hace caer, abatidos, a tres. Los otros, como si el viento los azotara, corren hasta el refugio dejando atrás a sus compañeros y las últimas fuerzas que les quedaban. Cierran la puerta antes de que llegue otra ráfaga que es lanzada con furia contra los resistentes. Durante cinco minutos infernales, un rojo encendido ocupa el cielo de la ciudad y las grandes ráfagas de disparos cortan el vacío silbando de rabia. Pasado un tiempo eternamente largo, la calma y el silencio se hacen dueños y señores de la ciudad, son las once de la noche y, por fin, un momento de relativa tranquilidad va desdibujándose lentamente. Dentro de las casas, silencio. Dentro de los refugios, también. Afuera, un hedor a sangre fresca y muerte acaricia las fachadas de las casas desnudas que enseñan sus entrañas.
E
n el refugio la gente no se conoce, nadie encuentra a su familia y los pocos que la conservan no se atreven a salir para rechazar a los falangistas. Pero las provisiones que hay en los refugios se están agotando demasiado rápido. Se miran todos aterrorizados y mientras van pasando los minutos como losas, lentamente, el grupo reducido de persones van cayendo en un sueño que no tardará en romperse.
U
n niño que no consigue dormir ni descansar sus cansados ​​músculos abre los ojos en medio de la penumbra de la estancia. Se levanta pausadamente del lugar donde estaba y va buscando a tientas las escaleras que dan a la calle. Sus dedos tocan el arrogante tacto del hierro oxidado del mango de la trampilla. Apoya la oreja en los tablones de madera húmeda e intenta captar ruido de disparos. Ni uno. Decide abrir la trampilla para salir al exterior pero el candado que protege la entrada del refugio le impide abrir. Forcejea con la puerta en vano y, finalmente, se dispone a dejar la inútil batalla entre él y el candado. Mientras baja las escaleras, vislumbra una silueta que debido al revuelo se ha desvelado. Es un hombre corpulento, de cara ancha y mentón prominente. Lo mira con recelo. El chico, sintiéndose atrapado, se disculpa de su ingenuo intento y se dirige de nuevo a su rincón donde vuelve a intentar soñar despierto.
E
l ruido estridente de la alarma despierta a todo el grupo de golpe. Fuera vuelve a estallar el escenario belicoso con más fuerza que antes. Una anciana comienza a llorar incansablemente, el hombre corpulento la abraza y ambos se funden consolándose mutuamente en un abrazo. Otro hombre, enjuto y con cara de pocos amigos, abre el candado para observar el panorama exterior. Los 'nacionales' se han escondido dos esquinas más allá pero el telón negro de la oscura noche los cubre. El niño, asustado, se lanza hacia la trampilla, la abre y sale corriendo. Su cara desfigurada de terror palidece de golpe y el cuerpo inerte del joven cae. Ni siquiera la otra gente del grupo ha tenido la oportunidad de escuchar la lluvia de plata que ha cosido el niño. El cuerpo queda en el suelo y la sangre brota como si de una fuente se tratara, la luna vela el joven sin vida1. La mujer que antes lloraba cae al suelo y se coge las manos y se las lleva a la cara mientras suelta un aullido a la medianoche como un lobo herido. Algunos lloran silenciosamente como si tuvieran miedo de perder una lágrima más, otros, miran fríamente la escena de la vieja. Sin embargo, hay otros que simplemente no hacen nada y se resignan a la suerte que la Guerra les ha dado.
H
an pasado treinta minutos desde que el niño ha muerto y una chica joven que ha conseguido reencontrarse con su enamorado siente que le ruge la tripa. Rápidamente todos se dan cuenta de que tienen un apetito voraz mientras, de fondo, se siente una orquesta de estómagos que piden comida. Algunos voluntarios se ofrecen para ir escaleras abajo al almacén y mirar si hay algunos víveres para poder comer. El hombre corpulento, seguido de dos más bajan.
U
na fuerte corriente de aire surge de entre la penumbra del refugio. A continuación, un penetrante olor a recluido y a humedad inundan toda la cámara. Casi no se puede respirar. Los tres hombres se disponen a bajar las escaleras en dirección al almacén. Palpan la barandilla de las escaleras y van guiándose hasta el último escalón, que culmina con un fuerte golpe de madera podrida. El hedor a humedad aún se hace más intenso y los hombres, avanzando a ciegas, llegan a una pared llena entapizada de hongos y musgo. El hombre corpulento les dice a los demás que busquen algún mueble o cualquier caja para mirar si contiene comida. Los tres hombres, por separado, van resiguiendo la sala. De repente, uno de los hombres topa con un armario. Lo palpa en busca de la puerta y toca algo pegajoso antes de abrir la cerradura. El objeto extraño cae al suelo con un ruido amortiguado por una almohada de musgo florido. El ruido hace erizar los pelos de punta a los tres hombres. Uno de ellos se acerca y se agacha para averiguar qué es lo que ha caído. Casi instantáneamente suelta el objeto que cae. otra vez, con un fuerte estridente roto en varios fragmentos. Los otros se preguntan el porqué de aquella extraña reacción, y cuando al fin comprenden lo que les dice el hombre, entienden que lo que había tocado era una calavera humana, una calavera reciente agujereada por la humedad y devorada por las ratas.
A
rriba, la espera se hace eterna y algunos ya no pueden aguantar mucho más. La mujer vieja que antes lloraba está quieta y no dice nada. El hombre Delgado se acerca sigilosamente hacia ella y da un paso atrás, asustado. El leve contacto gélido de la mano de la anciana le confirma que su débil pulso ha dejado de escucharse. Nadie más ha notado la ausencia de la vieja y el hombre vuelve a su sitio, vigilando la trampilla. Mientras tanto, afuera está a punto de estallar un nuevo día largo y duro....
U
n niño con su madre son perseguidos por los 'nacionales'. La madre tiene el hijo de la mano y corren escabulliéndose entre las calles laberínticas de la ciudad. Giran a la derecha para esquivar otro grupo de la represión que, al verlos, inicia su persecución contra los dos individuos. El niño no siente las piernas del daño que le hacen pero no se rinde. No obstante, la madre, débil y desnutrida, cae al suelo sin poder levantarse. El niño se detiene e intenta coger a la madre y llevársela fuera de peligro. El brillo del sol se refleja en el fusil. Un disparo. La madre ve como su hijo cae al suelo como un plomo. El agujero de la bala se deja ver a través del cráneo y antes de que la sangre comience a brotar el segundo disparo mata a la madre y los dos quedan tendidos en el suelo en medio de un mar rojo que ondea, en medio de la calle, brillante e incandescente por la luz del sol....
E
l nerviosismo se hace visible entre los tres hombres que, tras el duro encuentro con la calavera, se ha apoderado de ellos. Finalmente, uno mete la mano en el armario abierto y después de remover hasta el fondo saca cuatro manzanas medio podridas y las guarda. Vuelve a meter, esta vez las dos manos, y saca cinco más con una botella de un líquido que parece agua. Dentro del armario nada más, sólo restos de comida y alguna rata muerta. Mientras acaban de registrar la despensa, uno de los otros hombres encuentra un trozo de pan duro como una roca, dos trozos de embutido y algunas naranjas. Los tres hombres salen de la despensa y suben arriba, donde es todo el grupo, para poder racionar las pequeñas provisiones que les quedan.
C
uando suben las escaleras parece que un velo de un terrible silencio fúnebre cubra toda la cámara. Nadie habla, pero nadie duerme salvo el niño pequeño que se apoya en el pecho de su madre. Todo el mundo mira a ambos lados buscando de alguna manera ser invisibles dentro de este mundo, dejar desvanecerse como el polvo cuando sopla el viento. Un trueno los despierta a todos de golpe, el día ha comenzado con un nuevo intercambio de golpes y disparos, fuera rebeldes y fascistas se desatan en un duelo cruento y sanguinario. El niño pequeño comienza a llorar. Enseguida la madre le tapa la boca impidiendo que el niño emita ningún gemido más. Todos permanecen en silencio rezando para que los 'rojos ', que parecen estar muy cerca, no hayan oído el sollozo de la criatura. Pasados ​​los angustiosos minutos, los hombres racionan la comida dando prioridad a los jóvenes y ancianos. Cuando uno de ellos se acerca a la vieja, percibe que ya está en otro mundo y, cuidadosamente, coge el cuerpo y lo deja en un rincón apartado, le hace una seña en señal de oración y se olvida de él tal y como la guerra deja tras de sí rastros anónimos.
D
urante toda la tarde se han estado escuchando pistolas y fusiles que dejaban salir disparos cargados de dolor y rabia. Cuando finalmente parece que fuera hay una tregua, uno de los hombres decide montar un grupo para ir a buscar provisiones porque, de las que disponían,  algunas no se han podido aprovechar debido a su mal estado. El hombre pregunta al reducido grupo de gente quién quiere acompañarlo. Unas manos asustadas y dispersas surgen entre la oscuridad. El hombre corpulento, el delgado, otro de cuerpo atlético y el joven que tiene su amada a su lado, se ofrecen voluntarios para la peligrosa misión. La chica intenta convencer a su enamorado para que se quede con ella fuera de peligro, en el refugio. Llorando, la chica ve que en vano está intentando que se quede su amado y sin que sea visto, el chico suelta lágrimas de dolor, un dolor que le dice que será la última vez que vea a su novia. Decide acercársele, le da un beso, largo, cálido y lleno de amarga esperanza. Finalmente, el chico deshace el hechizo de aquel beso y lo sella para siempre en los labios de su amada húmedos por las lágrimas saladas que no paran de deslizarse por su cara .
L
os cuatro hombres se disponen a marchar cuando la medianoche cae sobre la ciudad, solo con la protección de un antiguo fusil i un revólver con cuatro balas que han podido reunir dentro del refugio.
E
n medio de la negra noche unos soldados fascistas ven salir un pequeño grupo de hombres de una trampilla del lado de una casa en ruinas. El grupo de fascistas se divide en dos, unos cuantos deciden seguir desde muy cerca a los individuos, que parece que van armados de armas pero también de miedo. Cinco se van del grupo sin vacilar y como las sombras de los propios cuatro hombres del refugio les siguen entre las calles de casas danzantes. Once hombres se quedan, para vigilar el refugio. Decidirán atacar al amanecer, cuando la ciudad y los resistentes apenas despierten adormecidos en medio de la niebla matutina.
E
l sol aún no ha salido y los once hombres, ya armados y preparados corren en dirección al supuesto refugio de donde salieron los cuatro hombres. Susurran palabras y órdenes inteligibles entre ellos. Al cabo de unas cuantas discusiones uno más joven, de unos diecinueve años coge un fusil de combate y apunta hacia la trampilla. Una ráfaga de disparos agujerea la trampilla dejando entrever una cámara en completa penumbra. Los soldados entran rápidamente dentro creando un escenario caótico.
L
os gritos del niño pequeño se oyen sonoramente entre todas las calles azotando el aire como una melodía infernal. Los tres hombres del refugio, atados de manos y pies, caminan hacia el refugio. Los cinco 'nacionales' los tienen inmovilizados para que no huyan corriendo. Tienen las caras desfiguradas por la intensa lucha que han tenido durante la noche con los cinco soldados. En falta uno, el hombre corpulento ya no está, un tiro le ha agujereado en el estómago y murió desangrado, en plena calle, en la noche más oscura de su vida. Caen lágrimas de resignación, resignación al saber que será el fin de su vida. Los tres hombres cada vez se acercan más a su final escrito en sangre.
D
entro del refugio los tiros y los llantos del niño despiertan a todos los refugiados de un salto. De repente, el caos se apodera de todo y los hombres, casi una docena, bajan por las escaleras y reducen el personal en un santiamén. Sólo quedaban dos mujeres, el niño pequeño y una pareja mayor, que no ofrecen gran resistencia a los soldados. Al cabo de unos minutos están todos atados de manos y pies, el niño ya no llora una bala de plata le ha hecho callar y su madre, aunque alterada, se encuentra en pleno estado de shock.
L

a luz deslumbra las pupilas acostumbradas a la oscuridad de los refugiados. Los rayos del Sol entran sin piedad en medio del día sereno iluminando la escena. Los refugiados están dispuestos en fila india. Los falangistas se acercan a ellos y les cubren la cabeza con un trozo de tela, impidiéndoles ver lo que sucederá. Los pasos del general hacen eco en toda la plaza. Decenas de soldados miran fríamente la escena. Unos susurros se escuchan en medio de la multitud. Un grito autoritario manda callar a todos los presentes. Levanta el dedo y siete centinelas se ponen a diez metros de los refugiados. Cogen los rifles, la mitad con temblor asustada, la otra mitad con una determinación que da miedo de verla reflejada en sus ojos. Un gesto, una mirada. Los dos enamorados se cogen la mano enlazando los dedos. El matrimonio grande intenta mirar, pero no ven nada más que una bolsa que les tapa la visión. Los otros lloran. La madre ya no tiene nada que perder e intenta parecer segura de sí misma en ese último instante. Otro gesto. Los gatillos se pulsan. Las balas salen en línea recta hacia su objetivo. Uno, dos, tres, cuatro... hasta siete cuerpos caen con un golpe seco en el suelo. Siete rostros aún calientes que miran con los ojos vacíos una esperanza que les ha fallado y se quedan allí en el suelo mientras los soldados se dispersan y se van, silbando, sin mirar el rastro de muerte que dejan tras de sí, cobardes de ver la auténtica atrocidad que han cometido. En medio de la plaza, las siete historias sin nombre. Las siete historias bajo un Sol de infierno.

Crivi :)
6 de des. 2013
¡Buenas noches queridos lectores que aún aguantáis mis ausencias!

Esta noche, - y triste día por la pérdida de una persona de incalculable valor: Nelson Mandela- voy a dejaros con un trocito, y sí digo trocito porque lo es, de LHDH. Si sois astutos veréis que mi forma de escribir ha cambiado un poco (y creo que para mal) estos últimos días. Y es que, chicos, ¡hay que leer para poder escribir! Y si soy sincera, no he leído mucho... Me da rabia, pero no hace falta que os lo explique. 
Os dejo, sin más dilaciones, que intentéis disfrutar (o simplemente dejaos caer en mi blog) de mi querida LHDH4 (que me he dejado un trocito más para mañana o pasado mañana...) 

Llegamos al instituto. Era un triste edificio gris prefabricado y transmitía frío y tristeza. Tenía tres plantas contando la principal y aún se estaba construyendo el gimnasio, con el mismo modelo alegre y jovial que tenía todo el edificio del instituto. La niebla espesa cubría el resto del edificio haciéndolo aún más lúgubre y triste. Amontonándose a las puertas abiertas del instituto, pequeñas riadas de compañeros y profesores iban entrando, como si de una procesión se tratase, en el patio del instituto.

El examen era a segunda hora. El libro: El Lazarillo de Tormes. Fantástico. Además era en castellano antiguo y lo poco que me había leído se me había olvidado o, simplemente, formaban parte del gran torbellino que en estos momentos no paraba de girar en mi mente.

Cuando entré en clase -mi amigo iba en otra- me senté, como de costumbre en la última fila. Ahora me tocaba aguantar cual alumna normal y corriente sin alertar a mis compañeros. Siempre me ponía detrás, en parte porque era alta y los altos, por defecto, iban detrás (aunque tuvieras miopía), y por otra, porque me encantaba perderme durante las clases en mi mundo, dibujando, escribiendo o, a veces, leyendo libros que me traía. No es que fuera mal estudiante, simplemente me aburrían algunas clases, y yo, como no podía estar aburrida, necesitaba divertirme con otro tipo de asignaturas, en este caso, optativas.


Entonces llegó mi profesora de inglés. Se llamaba Vanesa, y dentro del profesorado de mi instituto, era una de las profesoras que más me gustaba. Empezó a hablar en inglés y fue entonces cuando mi mente dejó de prestar atención para seguir torturándome con los recientes sucesos. ¿Cabía aún la posibilidad de que todo fuera un sueño? ¿Podía estar yo en la cama presa de una turbulenta y rebuscada pesadilla? Intenté, y por un minuto creí, que podía ser un sueño. Pero en unos segundos, me percaté de que de esta pesadilla no volvería ya a salir nunca más.

Soñando me voy y soñando escribo nuevos versos...
¡Adiós pequeños lectores!